Comiat de Rafel Trias, un fill extraordinari i discret
La vida i la mort del mestre Benaiges: taller de memòria històrica
EUGENI MADUEÑO
S’ha mort el cuiner Antonio Ferrer, qui fins al 1993 va dirigir el restaurant barceloní La Odisea. El restaurant estava situat al carrer Copons, 7, a pocs metres de l’aleshores encara tenebrosa Jefatura Superior de Policía. Ocupava un local petit, ben decorat, molt acollidor, i excel·lia per la cuina del xef Antonio. Vázquez Montalbán va fer que el seu personatge Pepe Carvalho el freqüentes, i a Ferrer -del que era amic i company de militància clandestina al PSUC- el va convertir en personatge de la seva novel·la La Rosa de Alejandría.
Abans que la guia MIchelin li donés una estrella i posés el menú pels núvols, vaig tenir ocasió d’anar-hi dues vegades. Una amb la Isabel, el Pepe i la Candy per celebrar que al banc on havien treballat ens havia liquidat uns diners amb els quals no hi comptàvem. La segona vegada vaig anar amb el meu col·lega i mestre José Martí Gómez, que va aprofitar la meva insistència perquè em passés alguna de les seves fonts informatives a la policia, per convidar a dinar el comissari Emilio Monje, en aquell moment cap de la poderosa Brigada Antiatracos. “Així us coneixeu -em va dir el Martí- i després tu ja el vas tractant”.
Recordo que gastronòmicament el dinar va anar molt bé. El foie-gras amb raïm ideat pel xef estava espectacular. Però no puc dir el mateix del resultat de l’estrategia diplomàtica per guanyar-me la confiança policial. Set o vuit anys de la frustrada trobada a La Odisea –el Martí vivia a Hampstead i feia de corresponsal de la SER a Londres– li vaig demanar que em prologués un llibre que havia escrit sobre la penetració i estralls que l’heroïna feia a Barcelona. I el va començar així:
Estar comiendo con un jefe de la policía y preguntarle si pegan mucho a los detenidos solo se le puede ocurrir a un tipo como Eugenio Madueño. Si la pregunta se formula en el momento en que el jefe de policía está descuartizando con delectación la pata de un centollo que sostiene entre sus manos, el interrogante aquiere un simbolismo dramático.
Pero eso es lo que ocurrió exactamente. Recuerdo que el jefe de policía hizo crujir entre sus dedos la pata del centollo. Ya esaba supercocido pero aún así el centollo pareció lanzar un grito de dolor. “No”, respondió el jefe de policía. “No pegamos a los detenidos”. Craaaaagggg, crujió el centollo presionado hábilmente entre los dedos pulgar e índice del polícia. “Alguna bofetada siempre se escapará en algún momento”, insistió Madueño. El jefe de policía le miró por encima de sus gafas. El centollo era ya una amasijo de restos. Le pegué a Madueño una patada por debajo de la mesa.
“Alguna bofetada se puede escapar en algún momento, sí”, respondió el jefe de policía mientras se lavaba los dedos en agua perfumada con limón. “Y diría que es una bofetada pegada con razón, ¿o acaso no cree usted que en algunas ocasiones la policía debe pegar alguna buena bofetada?”, atacó el jefe de policía. “No”, respondió flemático Madueño, retorciéndose la punta derecha del bigote de morsa que por entonces llevaba.
–¿Y qué se ha hecho de su hermana? -pregunté yo al jefe de policía, llevándomelo hacia tendidos menos exigentes.
–No tengo ninguna hermana– respondió, taciturno.
–Yo creo que la policía no debe pegar bajo ninguna circunstancia insistió Madueño, que por aquellas fechas solía vestir en verano unas camisas que eran un tutti fruti de colores lo suficientemente llamativas como para considerarle el primer sospechosos de todo delito que se cometiese estando él presente en un kilómetro a la redonda.
–Perdone, me confundí de policía al preguntar lo de su hermana. Más vino, que traigan más vino…– me justifiqué a la desesperada mientras largaba otra patada a la pierna de Madueño.
–Si, que traigan más vino, pero no es necesario que me de patadas –dijo con una sonrisa el amable policía, un santo varón cargado de infinita paciencia postdemocrática.
–A mi ya hace rato que me da patadas. No debe querer que pregunte sobre si ustedes pegan mucho a los detenidos –repitió machaconamente Madueño.
Ese chico ya no cambiará nunca.
(…)