Un dia a la vida d’incomptables dones anònimes
‘Los locos’
“Joan fue un fotógrafo de camino, de esos que se echan a andar tras los seres que quiere retratar y esperan parados a que algo ocurra”
LAURA TERRÉ
Hay fotógrafos de estudio, con flashes y trípodes y un equipo de ayudantes que revolotean a su alrededor. Hay fotógrafos de calle, con bolsas y chalecos, que se apostan en las esquinas y esperan parados a que algo ocurra. Y otros, para mí los mejores, son fotógrafos de camino, que se echan a andar tras los seres que quieren retratar y comprender. De estos últimos era Joan Guerrero, un fotógrafo con espíritu de caminante: alegre, esperanzado, desprendido y agradecido con lo que el destino le iba ofreciendo. Fotógrafo de sendero, soñando caminos, con un hatillo bajo el brazo y la cámara al cuello, cuyos pies ligeros han marcado su biografía y su conocimiento. Autodidacta, debía mucho a la conversación con la gente con la que se iba cruzando. Su atención y observación admirada a las palabras ya fueran de los grandes como Sebastiao Salgado o de los pequeños anónimos que encontraba por las calles. Ese modo de hacer, peregrino, a la deriva, define a una corriente de fotógrafos arraigados en el oficio, pero con gran personalidad y alma, que aprovechan la lírica popular y la sencillez de medios para hacerse entender. Los destinatarios de su lenguaje son los protagonistas de sus historias a los que retorna las fotografías como un espejo que les devuelve su imagen cargada de fuerza y dignidad.
Joan Guerrero, que nació en el año del hambre, 1940, en una familia muy sencilla y en medio de una pobreza extrema, pudo haber sido uno de los muchos chiquillos que salían en aquellas fotos publicadas en la revista Afal. Sin ir más lejos, en las fotos de Pérez Siquier, si en vez de nacer en Tarifa hubiera nacido en La Chanca almeriense. Apenas adolescente, su familia emigró a Puerto Real donde entró a trabajar de peón en una fábrica de ladrillos con una jornada interminable. En las horas libres asistía a las sesiones de cine de barrio en las que descubrió la mirada directa y cruda del neorrealismo en El ladrón de bicicletas de Vittorio De Sica y la ternura y la rebeldía con la que se identificó en Los 400 golpes de François Truffaut. Joan se preguntaba lo mismo que el pequeño Bruno de la mano de su padre buscando la bicicleta robada por toda la ciudad, oprimido por la responsabilidad, por la vergüenza, por el amor a los adultos a los que no comprende y la impotencia a la que lo somete su pequeñez. Mientras experimentaba, como Antoine Doinel, la metamorfosis de una crisálida que quiere cambiar su destino y volar lejos sobre el mar.
Laura Terré (Vigo, 1959) es doctora en Bellas Artes por la Universidad de Barcelona, con una tesis doctoral (1998) sobre el Grupo Afal. Catedrática jubilada de enseñanzas secundarias (1985/2019). Articulista de fotografía y comisaria de exposiciones, ha investigado en los archivos de los más importantes fotógrafos y fotógrafas de la historia reciente de la fotografía española. Custodia el archivo de Ricard Terré, su padre. Es asesora desde 2013 del Pla Nacional de la Fotografia impulsado por la Conselleria de Cultura.
Así, llegado el día, el buen sentido le obligó a huir como emigrante junto con su hermano. Vendió su cámara de fotos Voigtländer -que ya había sustituido a la cajita de cerillas con la que jugaba a retratar de niño- para comprar el billete de aquel tren a Barcelona que llamaban “el borreguero”, porque iba cargado de emigrantes siguiendo el éxodo de los miles de andaluces que luego se instalaban en casas de cartón y chapa en el cinturón de la gran ciudad. De todos aquellos, algunos han preferido olvidar las penurias de su origen en el momento en el que les sonrió la fortuna. No así Joan Guerrero que no lo olvidaría nunca. Al contrario, es precisamente el recuerdo de todo aquello lo que mostró de manera fiel y constante en su trabajo, aguzando su sensibilidad para reconocer en los desfavorecidos los signos del esfuerzo, las esperanzas y el dolor. En este sentido, lamentaba no haber podido hacer él mismo el reportaje de la llegada de inmigrantes a Barcelona en los años sesenta, mientras él era uno de ellos. Un proceso, referente a uno de los cambios sociales más traumáticos en la historia de nuestro país, del que tenemos pocos documentos gráficos y ninguno hecho desde dentro.
La temática de su fotografía no varió con los años ni con los territorios visitados. La obra de Guerrero canta el lamento de lo que él padeció a través del cuerpo de los otros. El largo viaje, la esperanza de mejorar y la crueldad del destino que no ofrece mejora ninguna a las penosas condiciones de vida. Así, como a los emigrantes de hoy día, lo que le esperaba al joven Joan en Barcelona fue un duro trabajo de peón abriendo la carretera de la Rabassada, en el Tibidabo y, más tarde, en una fábrica y después en una fundición. Con el dinero que fue ahorrando, enseguida se compró una cámara para fotografiar lahistoria cotidiana de la comunidad en la que se había instalado a vivir definitivamente, su segundo lugar de origen, cuna del fotógrafo: Santa Coloma de Gramenet. Descampados, tierra de nadie de la ciudad dormitorio, que servían de escuela y parque infantil a los niños, de casino a los viejos y de lugar de transito para todos ellos. Donde el charco era señal de identidad: “Ser de barrio es ser de charco”, que escribió Javier Pérez Andújar a propósito de sus fotos. Aquel territorio provisional en el que la gente desplazada del sur se adaptaba a una vida dura, mal acogidos, explotados, incomprendidos, despertó su inquietud documental, la necesidad de dejar noticia de todos aquellos que allí vivían y de los que nadie se ocupaba: “els altres catalans”, las clases populares de la periferia barcelonesa que describió Paco Candel, también de forma autobiográfica, en sus libros.
Con la llegada de la democracia, Guerrero encontró una salida definitiva a su situación personal y a su lucha: se hizo obrero de la cámara para testimoniar en la prensa la agitación social, cívica y política de aquellos años, motivado por la misma pulsión que movía a los periodistas de proximidad, como Josep Maria Huertas Clavería, que desde las páginas de Tele / eXpres mostraba la vida de los barrios ilustrando sus crónicas con las fotografías de Pere Monés, Pepe Encinas y Kim Manresa. Sus fotografías se publicaron en Grama, Diario de Barcelona, El Periódico de Cataluña, La Vanguardia, El Observador y finalmente en El País del que se jubiló cumplidos los 65 años en 2005. Pero su obra tiene una carga poética que la diferencia del fotoperiodismo y que la eleva en conjunto al ensayo humanista como lo había practicado Eugene Smith. Un ensayo en el que la documentación se lleva a cabo desde dentro, bajo la luz de la experiencia que evidencia la implicación del fotógrafo y diferencia su trabajo del de los fotógrafos transeúntes de la noticia o de lo exótico.
A las puertas del siglo XXI, Joan cruza el charco para conocer el origen de los nuevos inmigrantes que empiezan a cambiar el aspecto humano de nuestras calles, en el metro a hora punta, paseando a nuestros ancianos y niños y limpiando nuestras casas, sin acceso a mejores trabajos por falta de papeles, llegados hasta aquí empujados por la misma necesidad y los mismos deseos de prosperar que movieron a Joan Guerrero en su juventud. Son ecuatorianos, una de las comunidades más numerosas de los nuevos inmigrantes, a los que Guerrero les había dedicado en 1999 una exposición presentada por Paco Candel, y un libro –Milagro en Barcelona. Emigrantes hoy, porque emigrante soy con texto del periodista Javier Pérez Andújar (Ariel, Barcelona, 2014)- cuyas fotografías cubrían algo más de una década (2000 a 2012) y el territorio se reducía al espacio limitado entre la desembocadura del río Besós y el barrio de Fondo de Santa Coloma de Gramenet.
Guerrero había viajado por primera vez a Latinoamérica en los años 90 para fotografiar a los indios quechuas de Quito, Guayaquil y Riobamba. Allí se involucró en el destino de la pequeña comunidad quechua de Pungalá donde el padre Gabriel Barriga ‘Gabicho‘ llevaba 40 años al servicio de aquella gente sencilla. Gabicho, admirador profundo de los indígenas que se resisten a perder la esperanza a pesar de la miseria en la que viven, lleva a cabo el proyecto de repoblar la zona con rebaños de llamas para devolver a los indios algo que era suyo y así potenciar la economía y frenar la emigración. Con el fin de ayudar a la causa, Joan Guerrero fundó en 2005 la asociación Gramenet Imatge Solidària, una entidad sin ánimo de lucro cuya actividad gira en torno a la fotografía con el objetivo de sensibilizar al público y recaudar fondos. Esta iniciativa no solamente logró ayudar aquella causa lejana, sino crear comunidad y lazos solidarios entre nosotros.
Todos sus trabajos beben del ideal de la Teología de la Liberación que conoció a través de la experiencia y la vida de entrega de Gabicho y el obispo Pere Casaldàliga, a quien admiraba por su dignidad, su honestidad y su transparencia y con el que publicó en 2005 el libro Els ulls dels pobres (Grup 62 y Península, Barcelona, con prólogo de Francesc Escribano). Quizá es por eso que las imágenes -y también el discurso- de Joan Guerrero tienen algo de religioso. Las palabras mágicas – todavía con un marcado acento andaluz, por cierto- pronunciadas lentamente para explicar su trabajo, tenían resonancias bíblicas. No sabíamos hasta qué punto era creyente aquel viejo comunista militante del PSUC que guardaba como un tesoro su carnet firmado por Alberti, pero en sus fotografías se proyecta más la fe del Evangelio de Solentiname que el manifiesto de Karl Marx. La verdad, la alegría, la pobreza, la acogida, la gratuidad. La libertad. Pero fundamentalmente la creencia en la Realidad como única tierra prometida por la que se transita en constante búsqueda de experiencias, el salir de uno mismo e ir al encuentro de los otros. El camino, andado o por andar, que son las huellas el camino y nada más.
Decía Joan Guerrero que su fotografía aspiraba a arañar el alma del espectador para despertarlo de su letargo. Bajo la belleza que envuelve la dura realidad que describen sus fotos, la sedosa calidad de los grises, las composiciones bien medidas en el mismo encuadre del visor, la serena pose de todos los elementos, etc, subyace la crítica, la rebeldía y el inconformismo de un viejo guerrero poco dispuesto a claudicar. Según ha dicho él mismo “… lo peor que podría pasarme sería que un banquero me comprara una foto para colgarla del vestíbulo de un banco. Esto significaría que no he sabido expresarme’.
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